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Apuntes chinos (secunda parte)

6. La estrategia china sigue los patrones de la paciencia y la contumacia orientales. No es algo nuevo, traído por la reforma: siempre ha sido así. Si en Europa contamos los años, en China parecen pensar por décadas y siglo

Guangzhou city

Chu En Lai, el compañero de armas de Mao, interrogado sobre el significado histórico de la revolución francesa, contestó que aún era demasiado pronto para saberlo. El ascenso chino a la condición de gran potencia nos trae una novedad: todas las anteriores potencias consiguieron su poder tras guerras destructivas o tras sanguinarias campañas de conquista. En cambio, el ascenso chino es pacífico. De hecho, esa es la tradición de su diplomacia y de su cultura: China nunca ha invadido a sus vecinos. Una cuestión central para entender la política exterior china y su irremediable fortalecimiento: a diferencia de Estados Unidos, China no tiene enemigos. Sus diferencias con Japón se reducen a la interpretación de la historia reciente. Mantiene una estrecha colaboración con Vietnam. También con Rusia. Frente a esa realidad, Washington está prisionero: entre la tentación de una política agresiva y la prudencia que le reclaman algunos señalados miembros de su élite dirigente. Samuel Berger, ex asesor de Seguridad Nacional de Clinton, reclamaba, casi con metáforas orientales (“demasiados norteamericanos miran al dragón chino y solamente ven escamas y dientes afilados, y muchos chinos ven al águila estadounidense y apenas observan fieros ojos y fuertes garras”), que el dragón y el águila se dejasen espacio libre en el mundo, para compartir el futuro. No es una concesión: es la más sensata política que puede seguir Estados Unidos, porque el poder chino no va a venir: ya está aquí. Según Berger, las cuestiones de la energía, de la protección de la naturaleza y de la sanidad, deben estar en el centro de las preocupaciones de los dos países.

Esa tranquila estrategia china se manifiesta en su nueva seguridad en los foros internacionales, aunque mantenga muchas veces un perfil bajo en sus iniciativas diplomáticas; se manifiesta en el interés de América Latina por la potencia asiática, por la mirada del África abandonada, que ve en China un ejemplo a seguir; y, también, por la envergadura de su comercio. La Unión Europea sigue siendo el primer socio comercial de China, con un comercio bilateral que ha alcanza la cifra de 157.000 millones de dólares en los primeros nueve meses del año. Le sigue Estados Unidos, con un intercambio comercial por valor de 153.000 millones para el mismo periodo. Japón continúa la lista, y el comercio entre Tokio y Pekín llegó a ser de 134.000 millones, también para los nueve primeros meses del año en curso. La seguridad de los suministros petrolíferos, la estabilidad de los precios, las tecnologías renovables, y cuestiones como el sida y la gripe aviar, figuran entres las cuestiones estratégicas que, según Berger, imponen una cooperación entre Pekín y Washington.


Al mismo tiempo, China, aunque tiene unas enormes reservas de divisas en dólares, está empezando a vislumbrar el fin de la hegemonía de la moneda norteamericana. Algunos economistas de la Reserva Federal estadounidense han manifestado su inquietud por la posibilidad de que China abandone el dólar, debido a las catastróficas consecuencias que ello tendría para la economía norteamericana. Los cautelosos movimientos para cambiar una parte de las reservas chinas al euro y a una cesta de monedas asiáticas, justifican los temores de Washington. Pero también los dos países tienen intereses comunes: una rápida depreciación del dólar comportaría enormes pérdidas del valor de las divisas en poder de Pekín. Y, desde Europa, que sigue soportando el yugo atlántico de la OTAN, también empieza a definirse un mundo distinto, con timidez, con cautelas, porque el amigo americano está presente. La geoestrategia de Moscú, Pekín, y Berlín y París se asienta, en parte, en ese mundo cambiante de la economía. De hecho, Washington necesita enormes transferencias de capital y la compra de sus emisiones de bonos por parte de las economías japonesa, china y rusa para mantener su tambaleante predominio político, y China lo sabe.

7. Los bajos salarios son uno de los atractivos para la inversión exterior en China. Atsuko Nakamoto es una japonesa que trabaja en Shanghai: su compañía ha instalado una fábrica en la ciudad y mientras que los obreros son chinos, los cuadros dirigentes y medios son japoneses. Atsuko me informa sobre las duras condiciones de trabajo que tienen los obreros chinos y los escuetos salarios que paga su compañía. Pese a ello, muchos trabajadores, sobre todo si son de extracción campesina, están contentos. Otros muchos deben soportar la hipocresía occidental, que se aprovecha de las diferencias salariales entre su país y Occidente (que el gobierno chino no puede cambiar porque su economía recibiría un durísimo golpe) y, al mismo tiempo, denuncia en sus países los bajos salarios chinos, a los que acusa de sus dificultades: explican la conquista de mercados por parte de los productos chinos como consecuencia de sus bajos costes salariales. En algunos casos es cierto, pero no en muchos otros: el porcentaje atribuido a los salarios en muy limitado en la fabricación de muchos productos.

Mientras las empresas del Estado aseguran los derechos obreros, aun sacrificando los resultados económicos, las empresas extranjeras intentan exprimir a los trabajadores, creando una situación para la que los sindicatos chinos están mal preparados, como ellos mismos reconocen. Es razonable que haya descontento. Muchos obreros, o campesinos emigrados, ven que han pasado de su condición de “copropietarios” de las empresas a simples trabajadores en las empresas con participación occidental o japonesa. El propio Diario del Pueblo, órgano central del Partido Comunista Chino, reconocía que en algunas empresas habían empeorado las condiciones de trabajo y que las disputas por los salarios son cada vez más importantes. Los sindicatos chinos deben jugar otro papel, y el Estado debe asegurar los derechos de la clase obrera.

Sin embargo, las voces que, en Europa o Estados Unidos, a menudo de forma hipócrita, denuncian que los obreros chinos padecen unas condiciones cercanas a la esclavitud, y sin derecho de huelga, pretenden, no mejorar la condición obrera sino crear dificultades a los productos chinos en el exterior. No deja de ser revelador que conspicuos periódicos ligados a la burguesía se descubran un alma sensible ante las dificultades obreras (en China). De hecho, las huelgas que se convocan en China ponen de manifiesto la voluntad de lucha de obreros y sindicatos, aun en una situación cambiante.

La reforma surgió de la evidencia del atraso económico del país. No hay que olvidar que, antes de la revolución de 1949, el setenta y cinco por ciento de la población del país era analfabeta, que la esperanza de vida era similar a los inicios de la revolución industrial de principios del siglo XIX en Europa y que la vida de los chinos era un infierno gobernado por políticos corruptos y potencias extranjeras: las conquistas revolucionarias fueron muy importantes, y China pasó en pocas décadas de hambrunas apocalípticas con millones de muertos a la seguridad alimentaria, aunque fuera modesta, pasó a ver la propiedad de la tierra para el campesinado, conoció a los médicos rurales, aunque tuvieran una escasa preparación, llegó a la instrucción popular. Pero, treinta años después de la fundación de la República Popular, el país exigía iniciar un nuevo ímpetu, pasar del socialismo de la escasez al socialismo del desarrollo. Helmut Schmidt, antiguo canciller alemán, escribía recientemente cómo le impresionó, hace treinta años, la pobreza de China, y cómo le ha impresionado su rápido desarrollo posterior, que ha hecho que, según sus palabras, “entre 400 y 500 millones de personas hayan salido de la pobreza”. Pero existen problemas, que la prensa china recoge cada vez más abiertamente.

China tiene hoy unas reservas de 750.000 millones de dólares, las mayores del mundo, y es el segundo poseedor de bonos del Tesoro norteamericano, lo que ha llevado a algunos analistas chinos a interrogarse por la conveniencia de seguir dando facilidades para la inversión extranjera, a la vista de la insatisfacción en muchos centros fabriles. Cuando el país se abrió a las empresas internacionales pretendía captar capitales para impulsar el desarrollo, conseguir tecnología no existente en el país y crear nuevos puestos de trabajo. De todo ello se esperaba, como en efecto sucedió, que permitiría el acceso a nuevos mercados para los productos chinos, cuya culminación fue el ingreso de China en la Organización Mundial de Comercio en 2001, sujeto a unas condiciones contractuales ventajosas por un lado pero que, por otro, forzarían a realizar reformas no previstas y abrir el país a los productos extranjeros. Ese proceso está en marcha. Desde la incorporación del país a la OMC, las importaciones y exportaciones chinas han pasado de unos 500.000 millones a 1.150.000 millones de dólares en 2004, cifra que sitúa a China en el tercer lugar del mundo por el volumen comercial.

Las inversiones extranjeras han llegado a la industria, pero también a los servicios y a la agricultura, así como a la construcción de infraestructuras. Cuatrocientas cincuenta de las quinientas multinacionales más importantes del mundo han invertido en China. Así, unos veinticuatro millones de trabajadores fabriles (el diez por ciento del total de obreros industriales) laboran en empresas de capital extranjero. El gobierno chino calcula que, desde el comienzo de la reforma, las inversiones extranjeras acumuladas suman un total de 600.000 millones de dólares, aunque, contabilizando las desinversiones y la depreciación de algunos activos, las inversiones extranjeras directas alcanzan un monto menor: 213.000 millones de dólares. Representa menos de la décima parte del volumen de inversión extranjera per cápita que reciben los países capitalistas desarrollados. China no se ha hipotecado. La búsqueda de esas inversiones ha sido consecuencia de la necesidad de que se transfiera tecnología y formas de gestión para desarrollar la industria china, aunque algunas de esas inversiones han causado serios problemas ecológicos y un despilfarro de energía. China tampoco se ha endeudado.

8. Hay riesgos, sin duda: el relevante papel de los nuevos ricos, que chocan con la tradición igualitaria del maoísmo, los sectores políticos que desde el propio Partido Comunista optarían por una opción liberal y cuya evolución es imprevisible, y la dinámica impuesta por algunas multinacionales son algunas de ellas. Un embajador español en Oriente apuntaba hace unas semanas la hipótesis (conveniente, según él) de que el propio PCCh cambiase de piel en un congreso, abandonando el socialismo y la perspectiva de una sociedad comunista. No es descabellado: recuérdese el ejemplo del Partido Comunista Italiano, o la transformación de los partidos obreros gobernantes en Hungría o Polonia en instrumentos neoliberales tras el vendaval causado por el hundimiento del socialismo europeo. Es cierto que China se encuentra en otro estadio y que la situación no es comparable, pero bueno será para los partidarios del socialismo que se tienten la ropa antes de aceptar algunas propuestas. Pese a todo, el sector socialista de la economía china continúa siendo mayoritario, y los sectores estratégicos (la tierra, la gran industria pesada, las comunicaciones, la industria militar, la investigación, la energía y otros) están en manos del Estado.

Además, el Partido Comunista Chino ha avanzado desde la época maoísta en que las leyes se subordinaban a las decisiones tomadas por un reducido grupo de dirigentes, y el propio presidente y secretario general, Hu Jintao, insiste en la necesidad de construir un entramado de leyes que se ajusten a las necesidades del país y al objetivo socialista. Hu Jintao ha insistido en la importancia de reforzar la condición marxista del partido. Ese empeño se ha traducido ya en una mayor transparencia en el país, que publica y discute en todo tipo de medios de comunicación y tribunas políticas cuestiones que hasta hace unos años se ocultaban: los problemas económicos causados por la reforma; los accidentes, a veces muy graves, que siguen ocurriendo en la industria y en la minería; la delincuencia, las diferencias entre ciudad y campo, la corrupción, e incluso la pena de muerte, que sigue vigente en el país. En Pekín, veo a un numeroso grupo de gente con carpetas donde se aprecian los caracteres ideográficos chinos y el símbolo de la hoz y el martillo: son miembros del partido, que salen de una reunión. Los sigo con la vista hasta que desaparecen en el bullicio de Xuanwu. El Partido Comunista está presente en todas las empresas del país.

La agricultura ha conseguido un gran desarrollo, hasta el punto de que la abundancia de productos alimenticios ha hecho olvidar las épocas de escasez y penuria. Las nuevas generaciones no entienden ya lo que significa la escasez de alimentos. No pueden imaginarlo. La tierra continúa siendo de propiedad pública, aunque la producción está en manos de los campesinos, que pueden vender libremente sus productos, de forma privada. China es autosuficiente en alimentos, algo que no es una conquista sin importancia, si tenemos en cuenta que, por sí sola, la población china representa casi la cuarta parte de la humanidad.

Hay que hacer notar el contraste entre el caos de las reformas de Gorbachov en la URSS, y su epílogo de la construcción de un capitalismo de bandidos bajo Yeltsin y Putin, y el éxito de la reforma china. Los ojos del mundo desarrollado están puestos en China. Y los países dependientes, ese Tercer Mundo que no consigue salir de la pobreza, el hambre y la desigualdad extrema, miran también a China. Cuando el presidente Hu Jintao visitó Cuba, el año 2004, fue condecorado por Fidel Castro. El presidente cubano, satisfecho de la contribución china a la superación de la crisis económica en la isla, y de la solidaridad mostrada en diferentes aspectos, declaraba: “China se ha convertido objetivamente en la más prometedora esperanza y el mejor ejemplo para todos los países del Tercer Mundo.”

9. Hong Kong, tras la marcha de Chris Patten y de la potencia colonial británica y el retorno del territorio a China, ha seguido siendo un foco financiero de importancia mundial, que canaliza algunos de los flujos económicos chinos, y continúa siendo una de las bases de la actividad económica de las compañías occidentales, alertas a las posibilidades de negocio en China. La ciudad prospera, muestra su brillante fachada de rascacielos ante la bahía y guarda el estuario del río de la Perla, convertido en torno a Cantón en una de las zonas fabriles más importantes del mundo. Los empresarios occidentales frecuentan el hotel Península y el Intercontinental procurando conseguir desde Hong Kong, que cuenta con un estatus de región especial y una moneda propia, un trampolín para su acceso al inmenso mercado chino. También se quejan: la hipocresía occidental ante la llegada de productos chinos, como los textiles, ordenadores, teléfonos, televisores, fotocopiadoras, muebles y otros, se muestra en su renovado empeño de reclamar proteccionismo en sus países cuando han estado predicando las bondades de la apertura de los mercados y las fronteras, que, por otra parte, esconde, además, la importancia que para la economía occidental tienen los pedidos chinos: el pasado mes de septiembre, la Southern Airlines y China Aviation encargaban a la compañía europea Airbus aviones por un total de 1.800 millones de dólares. Y es apenas un ejemplo.

Pero la moda de acusar a China de todos los males viene de lejos. Igual ha ocurrido con el aumento del precio del trigo. Muchos analistas acusaban a China de crear inseguridad alimentaria en el mundo debido a su creciente necesidad de cereales. Es mentira. La delegación de la FAO (Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) en Pekín declaraba este último verano que el desarrollo agrícola chino no sólo ha conseguido la autosuficiencia alimentaria sino que le permite, además, exportar.

Cada jornada, con el crepúsculo, los rascacielos de Hong Kong se encienden y apagan al son de viejas melodías y nuevas canciones, en un hermoso espectáculo, seguido por miles de personas, que realza la soberbia fachada de gigantescos rascacielos de la bahía, que nada tiene que envidiar al perfil de Manhattan: pretenden con ello mantener el atractivo turístico de una ciudad que es, al mismo tiempo, uno de los espejos en los que China se mira.

10. El país mantiene una política exterior pacífica y no va a crear crisis artificiales, ni en Asia, ni en otras partes del mundo. Sabe perfectamente lo que es la guerra. China sufrió durante la Segunda Guerra Mundial la embestida del fascismo japonés, y se calcula que la guerra causó unos treinta y cinco millones de heridos y muertos e incalculables pérdidas económicas y destrucciones. Baste citar la feroz matanza de Nankín, protagonizada por el ocupante japonés, para entender la dimensión del sufrimiento chino. Hay zonas de fricción con Estados Unidos, sí. Pero el reciente independentismo de algunas fuerzas políticas de Taiwan es una política urdida y fomentada desde Washington, que pretende crear dificultades a China. Lo mismo ocurre con Corea del norte: son crisis diseñadas en Estados Unidos. O con el Tíbet, donde (al margen del oportunismo del Dalai Lama, que predica paz y felicidad mientras procura recuperar un poder teocrático que mantenía la esclavitud, y que es jaleado de vez en cuando por actores de Hollywood y por el Departamento de Estado norteamericano) Washington sigue presionando para jugar sus cartas ante Pekín. China prosigue su acercamiento a la India, con grandes repercusiones estratégicas, mantiene buenas relaciones con Moscú (que llegan hasta a la realización de maniobras militares con Rusia) y procura contribuir a la estabilidad de Asia central, mientras adquiere protagonismo en Europa y en América, en África, y, poco a poco, en el mundo islámico.

China ha cambiado. Ofrece una imagen, a veces, contradictoria; en ocasiones, rutilante; a veces, confusa; en otras anclada todavía en el mundo campesino del pasado. Li Ao, un hombre de 70 años, que es uno de los escritores más célebres de Taiwan, ha visto el cambio chino. En una reciente visita a la China continental, evocaba sus recuerdos de infancia en Pekín. Habló, ante la televisión, de una vívida imagen que vio de niño: un pobre campesino que cargaba el tradicional palo en los hombros. En un extremo llevaba una canasta con verduras; en el otro, llevaba a su hijo. Por la noche, había vendido las verduras y, también, al niño, y lloraba. Li Ao recordó esa escena que le traía a la memoria, de nuevo, la extrema pobreza de la China anterior a la revolución. Muchas familias campesinas, para alimentar al resto de sus hijos, vendían a alguno de ellos a los habitantes de la ciudad. En un rasgo insólito en un ciudadano de Taiwan, que no estaba obligado a hacer una manifestación semejante, Li Ao agradecía al Partido Comunista la gran transformación que había experimentado el país.

Socialismo, con mercado. Una vida modestamente acomodada. Esas son las palabras que pronuncian los dirigentes comunistas chinos. Porque China sabe que las formas de vida occidentales no pueden extenderse a todo el mundo: se basan en la pobreza y la desigualdad de buena parte del planeta. Estados Unidos tiene petróleo barato, a costa de la pobreza árabe, por ejemplo. Pero no pueden cerrarse los ojos ante la realidad: los problemas son muchos, y acuciantes. El próximo Congreso del Partido Comunista, previsto inicialmente para el otoño de 2007, deberá enfrentarse a esa situación. El presidente del país y secretario general del PCCh, Hu Jintao, parece orientarse por el camino de restaurar los equilibrios sociales y resolver la insatisfacción del campesinado, pero otros dirigentes apuestan por el crecimiento económico, dejando de lado esas cuestiones.

Vuelvo, de nuevo, a Pekín. Escucho el Oriente es rojo, himno que cantaban los trabajadores en los años turbulentos y confusos de la revolución cultural. Paseo otra vez por la plaza de Tiananmen. Saludo a Mao, en la puerta de la ciudad prohibida. Cuando abandono la plaza Tiananmen, hago un leve gesto, sólo para mí, aunque ahora lo cuente aquí, en un pequeño y privado homenaje, no tanto a Mao como a la trayectoria de tantos honestos comunistas chinos: levanto fugazmente el puño cerrado mirando el gran retrato del dirigente comunista sobre la Ciudad Prohibida, procurando que nadie se dé cuenta, y, en efecto, así ocurre. Pero, en ese instante, veo a una joven que me observa. Sólo ella me ha visto. Ha sorprendido mi gesto, y me sonríe. El socialismo, el comunismo, no sólo no han muerto, no sólo no han agotado todas las palabras que tenían que pronunciar, sino que aún lo tienen todo, casi todo, por decir.

Higino Polo